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«Solo los dioses nunca duermen» de José Elgarresta

por ACESCRITORES

Por: Alfonso Berrocal

Solo los dioses nunca duermen (Vitruvio, 2015) reúne hasta la fecha la obra poética de José Elgarresta escrita desde 2004, año de publicación de Derecho de asilo, así como los libros El sacerdote Invierno (2009), Escritos de la zona oscura (2011), premiado por la Asociación de Editores de Poesía ese mismo año, El mar es un corazón salvaje (2014), Instantáneas de un rostro infinito (2012) Lo que no somos (2006) y dos libros inéditos titulados El universo comienza en martes y Poemas a Lucía. En el año 2000 ediciones Vitruvio publicaba otro volumen que reunía la producción de Elgarresta desde sus inicios en 1975, recogiendo entre otros libros La peligrosa ternura (1987), Fugas (1990), El rey (1991) o Tierra de nadie (1995). Esta relación de títulos y fechas, que está lejos de ser exhaustiva y completa, y que excluye la producción narrativa de Elgarresta, indica el compromiso del poeta con la escritura, describe una vida que sería difícilmente explicable sin la poesía. Si algo se hace visible en la biografía poética de Elgarresta (Madrid, 1945) es que ha sabido ver cómo pasan modas y modelos estéticos, ismos y poesías de…, no sólo afirmando su individualidad creadora y la autonomía de su voz poética, sino acaso, contemplando un tanto escéptica e irónicamente, que casi nada de lo encumbrado hoy perdurará pasado mañana. Solo los dioses nunca duermen es por tanto una estancia más en un aquilatado proyecto poético que aún sigue en marcha.

Mientras el pacto de vida con la escritura va dejando libro a libro una larga obra, su poesía no puede tener otro horizonte que el propio acto de estar y ser, el asombro y la extrañeza de un conciencia poética que se sabe arraigada en la vida. La posibilidad de leer la obra de Elgarresta en una secuencia como la que presenta Solo los dioses nunca duermen nos permite adivinar la intensidad de los itinerarios de un yo poético y sus intemperies.

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Ese yo poético no es sino el nombre de la fragilidad que nos constituye, de sus incertidumbres, deseos, umbrales y penumbras tan humanos –tan demasiado humanos, diría el filósofo- que su hechura, su horma no puede ser otra que la del poema, estos poemas. A lo largo de esos recorridos hay una voluntad de conocer, pero también una inquietud por reconocerse, por hallar en algo-otro la medida de lo que somos. El sentido de un título como Derecho de asilo, nos habla tanto de la intemperie del yo como del reconocimiento en la alteridad, de esa incesante búsqueda de la propia medida. El tiempo, Dios, los demás, cuanto nos rodea, o el conocimiento serían los lugares en que se acaba sabiendo que toda plenitud es imposible o no nos es dada todavía, o nos deja solamente el límite de su promesa: “Cuando me dices ‘te quiero’,/ ¿Quién es ese yo al que tu quieres?/ Cuando te digo ‘te quiero’,/ ¿Quién es ese tú al que yo quiero? Y cuando pensamos quiénes somos, ¿quiénes o qué somos en realidad?” Sin embargo es necesario un asilo en la verdad del otro. Algunos de los referentes explícitos que podemos encontrar nos hablan también del anhelo de plenitud y de los límites: Wittgenstein, Eliot, Galileo, Rilke, Li-Po, Pessoa. Hemos de manejar cautamente estos “referentes” pues en los poemas de Elgarresta aparecen con la huella de su significado intelectual pero hábilmente des-solemnizados ya que su grandeza sólo es veraz en la medida en que aún pueden decir algo a nuestra frágil condición. Lo que dicen es que hay límites en el conocimiento y que cada poema es una plenitud momentánea. Esta es acaso la tensión en que se decide el por qué de la poesía de José Elgarresta, un poema como “Mendigos de realidad” nos pone en la pista de cuanto nos falta para completarnos y de los pocos “mendrugos de verdad” que podemos recoger.
El hombre y su quebradiza verdad que se van dibujando y “confesando” en estos libros no puede hablar desde otro lugar que lo cotidiano, o esa parte de lo cotidiano que desdobla la extrañeza de lo real. Por eso el mendigo, un transeúnte, una cajera de supermercado, en definitiva, un anónimo de sí que se busca en el anonimato general y por eso afirma: “Después de toda la vida/ escribiendo sobre mí mismo/ me di cuenta de que estaba llegando a lo de todos/ y de que no tenía ni idea de qué era eso”. Es quizá la postura ética del poeta, la única libre de trampas y de estereotipos vacíos, porque el poeta no puede salvarse –como en algún lugar recuerda María Zambrano– si con él no se salvan la totalidad de los seres. Del mismo modo, no hay verdad ni consuelo, si no es de algún modo compartida, si no nos concierne solamente a nosotros sino a lo que nos acompaña. No quiere decir esto que Elgarresta nos invite a una redención colectiva, sino más bien, que la pequeña verdad que sostienen sus poemas no puede estar sólo en el yo, ha de estar al mismo tiempo en las cosas, en los otros. Tal vez la evocación de un encuentro que debería perdurar y sobre el que se desliza la duda de si acaso será recordado, como sucede en el poema “El acto”, pueda ilustrar esta idea de que la verdad o la plenitud sólo es posible en compañía. Pero al mismo tiempo conoce bien Elgarresta los peligros de esta especie de comunión, tanto en lo que puede tener de entrega suicida, de profetismo, de alucinada rebelión metafísica. De ello se defiende y nos defiende con una sonrisa escéptica, una mirada irónica que no es menos ética que su fidelidad a lo que acontece. Muy necesaria para guarecerse de las inclemencias de lo que nos rodea, de ese infierno –que según Sartre– a veces son los demás. A propósito de la sonrisa escéptica no podemos dejar de mencionar un gran e inquietante poema como “Accidente en Buenos Aires”. La ironía poética de Elgarresta es ética porque reinscribe a las cosas, al mundo y a los demás en una cotidianidad de la que no pueden escapar sin falsificarse, es ética porque aunque deslice su descripción punzante, ni tacha ni juzga: “Un día comenzamos a vivir como no queremos/ y nos decimos: es provisional, pero no acaba nunca”. El poeta no juzga, porque su nobleza reside en amar las cosas, la luz que emiten incluso a través de los resquicios de su degradación. No puede sino aceptar el flujo absurdo de la vida y las erosiones del tiempo, sin esgrimir las correcciones de nostalgia ni trascendencias convencionales. En buena medida muchos de los poemas aquí recogidos pueden leerse como la contemplación de las huellas de esa erosión. Ante el tiempo y otras inmensidades el poeta eleva sin arrogancia su signo de interrogación, su dolor –que es el de todos- y se defiende con razonable pesimismo cuando esas infinitudes nada dicen pero todo lo disuelven. Esa temporalidad que nos va arrinconando en nuestro propio trastero es la zona oscura que sólo puede ser iluminada con “La melodía que se apaga/ y de pronto crepita/ y se confunde con la luz/ y la luz con las sombras/ que danzan y se transforman/ en los seres que amamos/ y con ellos volvemos a ser música. Eso es Dios”.
Es Elgarresta un poeta que declina el artificio pero es capaz de poderosas imágenes, bien sea en largas composiciones o en las claves de lo aforístico, su palabra pronto se deja interiorizar por el lector, y a través de estructuras narrativas, meditaciones y destellos poéticos son ya palabras de las que no nos podemos desprender. El lector que se acerque a Solo los dioses nunca duermen comprenderá pronto el sentido de unidad de la poesía de Elgarresta, la persistencia de sus temas que no es otra que la persistencia de aquel que vive queriendo comprender y amar cercado por los límites de nuestra temporalidad y nuestra duda. Aún así, quisiéramos sólo señalar un título de los aquí presentados, El mar es un corazón salvaje. Un libro donde el pensamiento de Elgarresta, sin desequilibrar por ello su fuerza poética, va dejando una serie notable de reflexiones de orden filosófico o sobre la escritura, el papel del escritor, su sentido o su falta de él. Pero es también un libro donde el amor aparece con un poder salvífico y, al fin, pleno. El mar es un corazón salvaje no me parece mal acceso a la obra de este poeta, si no se conoce. Junto a otros libros, como los recogidos en Solo los dioses nunca duermen no es sino un motivo más para celebrar una poesía tan cierta y certera como la de José Elgarresta.

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