La terquedad inane del vacío
Amelia Pérez de Villar
El tiempo puede pasar muy rápido cuando parece que vas a alguna parte…
Cruzo la calle Princesa de Madrid con Carlos Fortea (Madrid, 1963) una tarde de un diciembre confuso y aturdido, en la que casi sobra el abrigo pero ya lucen los adornos navideños. Acabo de terminar de leer su última novela, «Los jugadores», primera para adultos, en edición impecable de Nocturna: cubierta preciosa, papel que es un gusto tocar, tipografía elegante y un interlineado amplio que a mí estéticamente me gusta menos pero no hace incómoda la lectura. Touché. Todo cuidado. Ni una errata. Un goce. Pero no quiero decirle aún cuánto me ha gustado.
Enlace a un vídeo de promoción del autor contando su obra: Los Jugadores
Echo de menos París en tu novela, le digo. Los días de la «Conferencia de Paz» celebrada en París entre el 25 de abril y el 12 de julio de 1919 son el telón de fondo de la historia. Y son precisamente esos días, y lo que sucedió en ellos, lo que le interesa contar. “Con París no tengo una relación afectiva como con Madrid o con Viena. El verdadero escenario de la novela es la «Conferencia de Paz», y la ciudad es puramente circunstancial”. Me convence, aunque en su novela juvenil «El diablo en Madrid» (Anaya, 2012) donde la ciudad sí es un personaje más casi al estilo galdosiano, también hace París su aparición tangencial.
No es la única similitud que «Los jugadores» guarda con El diablo. El tono detectivesco, las idas y venidas de los personajes por esa metrópolis que facilita los devaneos de quienes se aprovechan de la oscuridad para medrar, el malo que no es tan malo, el sufridor que acaba sufriendo, el perdedor digno, las mujeres… No nos ponemos de acuerdo respecto a quién es nuestro personaje masculino preferido, pero las mujeres nos han gustado a los dos. Una de ellas, me confiesa “iba a ser un personaje secundario y luego creció… ¿sabes eso que se dice tanto, que a veces los personajes que creas con un trazo se hacen grandes e inician una existencia independiente? A mí no me había pasado antes, pero en Los jugadores sí ha sucedido”. La creación de los dos personajes femeninos que aparecen, Laura (periodista apodada “Carta Blanca” con total acierto) y Marina, profesora de piano. Su creador está satisfecho, y puede estarlo, porque no es fácil concebir un personaje del otro sexo. No sólo aprueba con nota en esto, también al mostrar la paradoja que viven ambas mujeres y que un siglo después siguen viviendo tantas: la que empieza siendo independiente y libre, acaba viéndose víctima de su propia independencia; la que acepta un trato indigno (metáfora que refleja, esta también, las conversaciones de paz…) porque no está en condiciones de negociar con ventaja acaba saliendo adelante con la dignidad intacta. Sus últimos días en París son una metáfora para mí, como lectora, de lo que ocurre con la novela… ¿Se acaba ya? “Carlos”, le digo, “faltan cien páginas”. Tampoco aquí coincidimos. “Los jugadores es el relato de una porción de la historia, un par de meses. Antes y después sucedieron cosas, incluso a los protagonistas de la novela les sucederían, que no se cuentan aquí porque no forman parte de ella”. Es, por tanto, algo así como la tranche de vie de Jullien, en este caso una tranche d’histoire que nos deja con ganas de más.
Hace rato que hemos llegado al Café Viena, pero quiero que me siga contando. Que me hable desde cuándo escribe, antes o después de traducir: Carlos Fortea es traductor, entre otros, de Stefan Zweig y –como me temía– me responde que escribe “desde siempre” y que por eso llegó a la traducción: no es algo que sucede en el cien por cien de los casos, pero sí en gran parte. La traducción sí se habrá colado en ese afán de precisión, de escoger siempre la palabra exacta para cada objeto, para cada gesto, para cada situación: “Creo que ‘precisión’ es la palabra que más se ha repetido en todas las reseñas y comentarios”, me cuenta. Bueno… la hay, y es lícito decirlo; sobre todo en un panorama donde a autores, traductores y editores les da tanto pánico el colorido léxico y tienden a uniformizar y aplanar los textos. Tampoco puedo olvidarme de recomendar la novela por dos de sus rasgos principales: el entretenimiento que proporciona, algo fundamental en una novela, especialmente si en aras de eso no se sacrifica la calidad, y aquí no es el caso; el otro es su valor didáctico: no sólo porque nos muestra un pedazo de la historia que muchos lectores no conocerán bien, sino porque nos enseña en toda la magnitud de la palabra. El rigor con el que se ha documentado es un valor añadido, pero también la manera que tiene el autor de mostrarnos cómo funciona la vida y cómo actúa el ser humano, sin recurrir a moralejas obvias ni a moralinas fáciles. Seguramente lo más importante al crear un personaje es ser capaz de hacerlo con múltiples facetas, capaz de lo peor si es bueno (mmm… o casi…) y de lo mejor si es malo, según las circunstancias. Sin estas cosas, no habría novelas, ni historias, ni Historia.
“Quería contar un acontecimiento histórico que, por desgracia, está ahora de plena actualidad: no sólo por las consecuencias que tuvo, sino porque en muchos ámbitos seguimos haciendo las cosas igual de mal”.
Espigo un par de frases: “…la sensación de estar solos pesaba más que la de estar en el lado correcto”; “Usted propone que todo salga más o menos bien, y yo (…) que todo cambie”; “No tenemos más que nuestras deudas, la casa familiar que ya no podemos mantener y que no podemos vender porque nadie puede comprarla”. Como cantó ABBA, “The History book on the self is always repeating itself”. A los postres, junto a una exquisita Sachertorte, pido a Carlos que me dedique el libro. Un final a lo «Casablanca».
Gracias, Carlos, por traernos estos mundos de entonces.