Por PEDRO LUIS IBÁÑEZ LÉRIDA
En la reflexiva argumentación poética, encontramos fiel aliado en Javier Vela. En Fábula asume el riesgo de constatar, a través de su indagación, lo insustancial en lo pretendidamente auténtico.
La versión de la nueva forma o esa indisoluble apreciación por la reiteración de lo ya nombrado por otros. Es la advertencia que, a modo de sencilla premisa, Julien Gracq nos presenta como tesis, acorde a unos principios que abomina del fariseísmo literario, y que tiránicamente enfatiza lo mediocre y silencia la autenticidad. He ahí la resistencia legítima a no permanecer impasibles ante la degradación que supone olvidar a la lectura del propio hecho escritor. Los libros son viarios. Itinerarios de vida. «Todo libro, como es sabido, no sólo se alimenta de los materiales que le proporciona la vida, sino que también crece, misteriosamente, sobre otros libros; y puede que el genio no sea más que una aportación de bacterias particulares, una delicada química individual en medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, no el mundo en bruto, sino más bien la enorme materia literaria que le precede»
Fábula (Fundación José Manuel Lara. Colección Vandalia. 2017) abunda en la mutabilidad del lenguaje poético para narrar acontecimientos que gravitan como detonaciones en el aire. Tras la explosión, el espeso y volátil humo finalmente queda debilitado y consumido en la nada. Los poemas que integran esta obra contienen el ensordecedor apunte de lo cotidiano, pero invitándonos al efímero retiro del solitario banco en el parque; “Guardemos siempre en nuestros pensamientos un breve espacio para lo impensado”. El silencio anota en nuestro cuaderno de viaje su pensamiento. Nos instiga a entrañar la fragilidad, descomponiendo la imagen propia y resultando el incipiente camino de cada día, en la palpitación de lo visible».
Javier Vela conjuga el eco sonoro de las pérdidas subiendo el diapasón hasta la misma incertidumbre. Colegir el tiempo en la memoria y, sin embargo, embaucarlo de profecía: “La memoria es un puente derruido / bajo el que fluye un tiempo sin orilla”. Es el designio de lo inasible pero inquietantemente material por el peso de su maleficio, la percepción de un tiempo marchito y otro que en ciernes nos asola, “Tras el aullido cínico del siglo, es necesario oír a los amantes rezar las oraciones que habíamos ignorado, toda vez que, al perderlas, nosotros nos perdíamos también”. Es el aullido de la soledad. Es la bandera de la resistencia desgarrada ante el feroz batir de alas de lo banal y ese sentido último y promisorio que, como canto de cisne, proclama a Nancy Cunard como rebelde con la causa del futuro. En toda lágrima hay una ascendencia de lo deseado, pero también una narración de su tránsito sobre la mejilla y la pugna por recobrar la veracidad de cuanto acontece frente a la fabulación que nombra y seduce. He ahí la poesía y “Así vive el poeta, herido, trasterrado, luego de ser proscrito por el advenimiento de industriales y jueces […]”.
Compendio de luminarias como viático para el viaje que inexorablemente emprendemos, incluso desde la misma quietud, primer y último paso. En la densa introspección de este manual de emociones, Javier Vela significa el mandamiento poético como irrenunciable desapego a lo convencional y palmario: “La palabra poética aporta distancia crítica frente a la realidad”. En este discernimiento hallamos la entereza lírica y su alumbramiento. A saber, el desacato ante lo inevitable y la irrupción honda y misteriosa de los interrogantes: “Ah de la humanidad cuando anochece sobre nuestras cabezas y allá abajo, en el sur, sin que nos demos cuenta, alguien un fósforo celeste”.