Autores menores
Por: Amelia Pérez del Villar
Hace ya veinte años que la Ley de Propiedad Intelectual española da al traductor de un texto la misma consideración que a su autor, con todo lo que ello conlleva. El debate, sin embargo, sigue vivo. Vivo y enzarzando además a agentes que supuestamente están en el mismo bando: traductores y escritores o, lo que es peor, traductores todos. No será ese debate, aparentemente infinito, lo que ocupe las líneas de este artículo. Creo poder afirmar que la mayoría de nosotros, traductores, nos consideramos autores (lo somos, sin duda, de la versión que creamos a partir de unos materiales que se nos dan hechos) y por ello escritores también, con lo que debería terminarse una disputa que parece ser más teórica que práctica, pues en la práctica hasta los más apasionados defensores de la línea divisora que separa a unos de otros acaban actuando como si todos fuéramos lo que en definitiva somos, en la opinión de quien esto escribe: autores todos.
¿Por qué, entonces sigue la controversia? En apariencia se ha solucionado el escollo mayor, que es el que atañe a la legislación. En cierto modo, también el más práctico, pues es el que permite luchar por una serie de derechos. Es como si la subjetividad que afecta a la creación literaria –y también la que encontramos, a cada paso, en la construcción de una versión en otro idioma, que tiene un componente subjetivo indiscutible– a toda creación artística, aflorase aquí con toda su virulencia. No todos lo ven con los mismos ojos, cada uno tiene su opinión, y para gustos, colores.
No somos autores menores, como algunos se siguen empeñando en definirnos, aunque seamos autores de otra índole. En esta catalogación no caben escalafones, sino casillas alineadas al mismo nivel. O empezamos a verlo así, o esto cundirá hasta el infinito, cosa que por otra parte parece algo intrínseco al carácter español, por desgracia. No faltará quien me acuse de reavivar el debate por sólo dar a luz este puñado de palabras. Y me defenderé: el debate nunca estuvo muerto, nunca estuvo zanjado. Eso sí, cambia con el entorno como el camaleón, aunque no está muy claro que lo haga para mimetizarse y sobrevivir.
En ACE, Asociación Colegial de Escritores de España, el espíritu es unitario. El afán, inclusivo. Los traductores, como los poetas o los autores de teatro, son escritores también. Y no autores menores. Otra cosa es que, como sucede con poetas y dramaturgos, haya ocasiones que requiera esa diferenciación para hacer patente la versatilidad y la amplitud de posibilidades que ofrece el tener, como materia prima, el lenguaje y las palabras. El debate se desplaza porque entran en juego factores que no estaban en el tablero hace veinte años: Internet, la universalización de la escritura o la globalización del trabajo, lo que ha dado como resultado, en la práctica, una mayor competencia, una mayor capacidad de difusión lícita, pero también ilícita, un aumento del intrusismo, posibilidades más amplias y universales de acceso al aprendizaje, a la cultura y a la información, etc. Factores, todos ellos, conocidos por todos nosotros.
¿Dónde radica entonces la controversia, con una ley que habla meridianamente claro? Donde está todo hoy en día: en la sociedad, en el día a día, en cualquier foro de debate establecido o improvisado. A veces, desde dentro, uno tiene la impresión de que estamos retrocediendo. Precisamente esa democratización de la que hablábamos da lugar a que todos puedan opinar, y las opiniones –vuelvo al símil de antes– son de colores diversos. Se habla del ego del traductor. Se ve con malos ojos que un traductor defienda su autoría. Extraña que se traduzca una obra que ya está traducida, cuando la existencia de distintas traducciones de una obra, en una misma o en distintas épocas, sólo puede contribuir al enriquecimiento del acervo literario. Se cuestiona nuestro afán de reconocimiento. Se olvida citarnos en las reseñas. Se nos acusa de cosas peores que aquel manido traduttore, tradittore.
Afortunadamente contamos también con un puñado de cómplices, que hace cuanto está en su mano para situar nuestra actividad en el lugar que le corresponde. Formo parte de un colectivo donde ya sabemos todo esto, y seguramente mis colegas encontrarán aquí poca novedad. Pero me consta que fuera de él la información sigue escaseando. Incluso entre ese otro integrante de nuestra escuadra que son los escritores. Los que no son traductores, quiero decir. Por eso me he animado a redactar esto, que no pasa de ser un panorama general y resumido, dominado por numerosos lugares comunes. Somos autores, pese a quien pese, y no menores. Somos un colectivo al que se le supone, como al de los escritores, un dominio de la lengua propia, de la cultura propia, pero también de aquella de la que partimos: esto es, cuando menos, el doble de difícil. Somos un puente tendido entre un emisor y un receptor que no tienen un código común de comunicación. Somos una especie de intérprete musical, un médium que adopta la forma de otro, la lengua de otro, para llevar un mensaje. Y para todo ello, como para escribir, no basta la inspiración. Se requiere estudio, aprendizaje, oficio, horas de vuelo como a un piloto de avión, pulso firme de timonel de barco, y la misma capacidad de tomar una decisión poco ortodoxa en un momento dado. Y un punto de fantasía que será como la sal al guiso. O llámenlo color, si lo prefieren, ya que de eso estábamos hablando. Pero no vuelvan a decir que somos autores “menores”.