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Crítica | El último poemario Paloma Fernández Gomá

por ACESCRITORES
© MANUEL GAHETE  (*)

Iris, la reciente obra de Paloma Fernández, aúna esencialmente dos conceptos capitales: el pensamiento mítico y el ansia de la solidaridad. Ambas ideas se alían para consolidar un libro homogéneo, bien estructurado y siempre atento a la complejidad y belleza del lenguaje poético, expresión señera de lo no táctil, de lo espiritual, de lo invisible, de todo aquello que concierne al ser humano y muchas veces no alcanzamos a comprender. La mitología griega describe a Iris como hija del dios Taumante y la oceánida Electra, hermana de las Harpías y de Arce, mensajera de los titanes. Mensajera de Hera y de los dioses, tal como se la describe en la Eneida y en la Ilíada respectivamente, Iris se representa como una joven  y hermosa virgen, provista de alas doradas y túnica multicolor, viajando a la velocidad del viento de un extremo a otro del mundo, a las profundidades del mar y el inframundo donde tenía libre acceso. El jarrón con agua del río Estigia, que hace dormir a los que perjuran, y el caduceo que la asocia a Hermes son sus atributos; pero Iris no ha pasado al imaginario colectivo como mensajera de los dioses, ni siquiera como suministradora del agua a las nubes, sino como la diosa del arco iris que anuncia el pacto de los humanos y los dioses y el fin de la tormenta, cuyo clamor, como canta Paloma, se cuela por los poros y deja en la noche “un extraño rescoldo de olor a hollín”.

Siguiendo y persiguiendo esta serenidad que anunciaba la diosa alada frente al fragor del rayo, Paloma Fernández Gomá nos invita a participar de la comunión con la naturaleza. La cita de Garcilaso que preludia la primera parte es clave para comprender el esperanzador carácter de locus amoenus que empapa toda la obra. Pero en el juego poético interviene también otro campo semántico referencial que alude directamente al iris, la membrana coloreada y circular de nuestros ojos cuya función principal consiste en controlar la cantidad de luz que proviene del exterior. Estos dos vértices configuran un curioso entramado de posibilidades poéticas que se van yuxtaponiendo, entibados sobre un lenguaje propio de asociaciones asombrosas a las que nos tiene acostumbrados la poeta. En su discurso poético, simbólico y metafórico, Fernández Gomá nos va proyectando imágenes visualmente poderosas donde se alean el ritual de las vivencias y la orfandad de los sueños. La mirada sirve para establecer ese puente invisible entre lo externo y lo íntimo, lo material y lo ilusorio. Es sin duda el motor esencial que nos capacita para reconstruir con palabras el universo visible que penetra en nuestro ánimo a través de los sentidos. Cuando Platón, en el Cratilo, intentaba desentrañar los significados de los nombres, asociaba no sin cierta razón el vocablo eros (‘amor’) con el de héroes; y este con eirein (‘hablar’) que, a su vez, se identificaba con Iris, la diosa transmisora de los mensajes de los dioses y, como tal, personificaba la dialéctica y la filosofía. Todos estos elementos interfieren en la alocución de Paloma que, consciente de los proteicos significados de las palabras, recrea un mundo mítico donde se espejan las preocupaciones latentes de una sociedad deshumanizada que se olvida de proteger todo aquello que propicia ya no solo el bienestar sino la supervivencia. Fernández Gomá reclama esas playas lejanas de color corinto que esperan el retorno de los centauros con torsos de aceituna; en definitiva es un clamor fúlgido que pretende rescatar la pureza primitiva y frenar el derramamiento de los cálices, la savia viva derrochada por los oscuros intereses de un marketing corruptor que nos arroja a la frustración y el nihilismo; y “mientras tanto el iris duerme / en la mirada”.

Paloma escoge a Juan Ramón para iniciar la segunda parte de su enunciación lírica, pero no se trata de una cita serena que evoque el sosiego del jardín o la mirada romántica de un poeta ensoñado. Ahora nos enfrentamos a ese lamento antiguo que no permite acordar realidad y deseo. La añoranza de los días acaecidos empapa estos poemas. El anhelo de un mundo más humano siembra de lamentaciones las páginas de Iris. Comprometida con una realidad cercana que nos afecta a todos pero a la que damos la espalda fácilmente, Fernández Gomá nos pone en aviso de nuestra negligencia ante esa “oleada de refugiados” que “deambula entre angarillas y dolor”. El poema “Los niños” rezuma una afección infinita a los desheredados y un irremisible sufrimiento por quienes no tienen ni siquiera lo básico para sobrevivir: “El llanto de los niños excluidos / de las arcas de la abundancia / tiene un largo recorrido de siglos y acero”. Pero seguimos callados, indolentes, poseedores confesos de “una conciencia oxidada” que obliga a clamar: “¿Qué clase de deslealtad hemos heredado / para que nuestras naves hereden el clamor de la sangre?”. Paloma reclama la constante renovación, el carpe diem del alma que no anegue nuestra memoria, que nos incite a recobrar el orden solidario que nos esforzamos en olvidar y proyecte en nuestro iris toda la luz que irradian los ojos de los niños condenados a padecer los desmanes de los jinetes del Apocalipsis.

Federico García Lorca inicia la andadura de la tercera parte. No arriesga Paloma en sus mentores. Sigue fielmente a quienes sabe que no van a desviarla del sendero fértil de la poesía. Ahora la mirada se interioriza, el iris se cierra dejando a los dioses pacer en el elíseo. La luz ilumina el centro más profundo del alma, el camino más angosto, la razón última de lo que somos y quizás de lo que queremos: “El coste de sentirse vivo, / ser el que siempre has querido ser, / estar en el momento justo / en el sitio adecuado”. La elegía del recuerdo, el tópico inefable del tempus fugit que nos estigmatiza y nos libera, la calma tras la tempestad…, todo pasa, todo fluye pero queda “la erosión constante de los años / en el envés de la carne”. Por mucho que gritemos, “leve es la voz que se hace perpetua”. Por más que nos esforcemos en la superación del olvido, “el iris contempla el asolado rincón / de los juegos”. Por más que nos ocultemos en el fatal delirio, “la palabra tiene la libertad / de explorar nuevos territorios / y abrir todas las puertas”. Y tal vez porque no somos dueños de nuestro destino, a veces ni siquiera de nuestros propios actos, cuando alcanzamos un vestigio de luz o nos asubiamos en el sosiego de un instante somos capaces de entendernos, hasta de amarnos, dejando en lugar de espinas la paz de nuestro silencio, el calor de nuestro de cuerpo, la verdad de la mirada. Como Iris, la poesía trae la lluvia a la niebla de los ojos oscurecidos, permite que el amor asperja todos los rincones de la casa porque los niños tienen casa donde poder ser amados y semilla la tierra, dragándola de zarzas, para que comience de nuevo a renacer la primavera.

* Manuel Gahete es poeta y crítico. Presidente de ACE Andalucía


Iris. Paloma Fernández Gomá. Ánfora Nova. Rute, 2018

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