© MANUEL QUIROGA CLÉRIGO (*)
Mauricio Wiesenthal habla del “maravilloso mito del tiempo”, y esta es una de las ideas a que, mayormente, dedican sus versos los poetas. Félix Grande llamaba a César Vallejo “hijo pródigo del tiempo”. Todo ello vendría a dignificar el dolorido espacio en que se desarrolla la breve existencia del ser humano. El periodista-poeta Carlos Aganzo acaba de dar a la imprenta un intenso poemario titulado, precisamente, “Arde el tiempo” (Renacimiento, 2018) en el que habla del “Balanceo enigmático/que inflama las semillas del tiempo” y la incansable fémina Lola Deán Guelbenzu deja sus gritos de activista literaria en “Vida y Tiempo” (Traslapuente 2017) donde exclama: “Vida en el Tiempo/como un suspiro/fiel/inconstante/cautivo/de un manuscrito/que sabe a verso”.
Ahora mismo Francisco Cejudo nos ofrece su libro “Las estampas del tiempo” dividido en tres grandes partes. En la primera, “Alboradas”, el poeta nos hace despertar a los días intensos de la existencia, a momentos a veces repletos de nervios e incertidumbres en los que aún es posible estar cerca de la alegría. En “Mirar el calendario” leemos: “¿De qué sirve mirar con recelo el calendario?/Para nada la verde hoja que se asoma/se resiente y reniega de su luz./Déjate llevar integrado en el decurso,/igual en un noviembre que en un abril./Ajenos en su condición de orfebres/obrarán ciegos como cándidos y/fructíferos amaneceres”. El calendario trata de ordenarnos la vida, o conducirnos al abismo final. Sin embargo no es bueno ese recelo de que habla el poeta, los seres humanos han de mantener su mítico recorrido hacia la nada pero, siempre, pendientes de un nuevo amanecer que, seguramente, puede reportarnos ilusiones y desvelarnos secretos. En “El entusiasmo”, Premio Anagrama de Ensayo, Remedios Zafra dice: “Si el mundo fuera justo naceríamos todos con alas” y, añadimos, seríamos dueños del tiempo, de la vida, hasta hacernos eternos. Nada es justo aunque algunas religiones o doctrinas políticas quieran proclamarlo de tal manera. Es, sí, el tiempo el que ordena, o condena, nuestras vidas y son esas “estampas”, segunda parte de este poemario, las que se van sucediendo al paso de las horas en nuestra piel de habitantes de la esperanza: “En el ruidoso mercado baratijas se ofrecen,/tedio y jirones en grito se expanden;/más la joven, en la desidia ¿qué espera?/Y son sus ojos, luminosos volcanes/quienes ponen valor a tanta bagatela” (“En el mercado”). Tal vez el entorno no sea suficientemente humano y podemos estar expuestos a ese mercado en el que todos somos objeto de trueque. El tiempo nos va lastimando, reduciendo, aniquilando. En, concretamente, “Mírame, tiempo”, la obra poética de Luzmaría Jiménez Faro, publicada por Torremozas en 2016, la autora escribe: “Fugazmente. Sin tiempo. Llevada por un tren he contemplado una estación vacía”. A eso es a lo que nos conducen las horas, las ilusiones perdidas, a una estación vacía, donde se suceden esas estampas que son la niñez, la adolescencia, la edad adulta, la vejez, la finitud.
En “Banco del parque”, Cejudo, viene a decirnos: “Hoy he visto en un banco del parque/una pareja, jóvenes amantes/regodeando su amor y su fortuna./En el mismo camino, en efímero tiempo/unos pasos adelante/otro banco reinaba vacío”. Entre la plenitud y el vacío no existe más que tiempo. “Volver a la edad del centeno/volver al tiempo de las libélulas…” solicitaba Guadalupe Grande “El libro de Lilit”, Premio Rafael Alberti 1995 (Renacimiento 1996). No es poco lo que deseaba la socióloga; nos lleva a esas estampas que a veces parecen caducas y que otras, dice Cejudo, nos pueden situar ante “El vitral iluminado de ese ojo/(que)cuantifica la vida con su tiempo”. Nada más imperfecto, pues que la vida, ya que, como dice Mauricio Wiesenthal “Hay que saber renunciar al tiempo para conocer la eternidad”, aunque el autor, en un poema dedicado a Ginés Liébana hablaba de la “poderosa razón de la luz”, como esa necesaria iluminación de los días para mantener intacta la posibilidad de creer en futuros gozosos antes de esos siglos de eternidad que nos esperan.
Esta colección de versos, encadenados con los espléndidos motivos de la temporalidad de los afectos y de la afectividad de lo permanente culmina con una arriesgada sección denominada “En el pretil de las horas” donde el poeta comienza susurrando “Maldito este reloj que me acompaña/que anónimo figura en la razón de mi memoria,/que a destiempo calcula y marca los actos de la conciencia…”. Tal vez sea un simple temor, la inexorable idea de que el reloj va encadenando las horas por las que se rigen nuestros actos y, de una manera casi predestinada como afirman algunas religiones, no nos permite más que llevar a cabo aquellos actos que el tiempo nos va programando. Un delicado, y sutil, poema titulado “El tiempo y su oleaje” comienza diciendo “Recaudó el hombre todas las mieses…” como si el devenir del ser humano sólo tuviera valor como fuerza de trabajo, como posibilidad de permitir la perduración de la especie, al margen de su propia felicidad y su innegable necesidad de encontrar la dicha para la que, parecía, estar destinado. Así transcurre el concienzudo poemario de Francisco Cejudo, sevillano de Herrera, autor de una docena de poemario y colaborador de diversas revistas y medios literarios, además de haber profundizado en los estudios sobre la poesía de postguerra dentro de los cursos de Doctorado en Filología Hispánica. El poema “El arte de tejer”, lleno de intención y de melodías líricas, cierra este libro: “Tejer es un arte misterioso,/urdir en armonía hilachas sin carisma./Un hilo en sí no es nada/pero puede en su conjunto forjar un mundo./Hilos son la luz que el día nos trae,/predio leve de encaje por bordar./Ahora son las manos, mis manos, obreras del hacer/quienes prenden los prodigios del soñar./Quizá sean ellos, ovillos de luz, quienes confieren/cuan Penélope, desnudez y abrigo a los paños del tiempo:/El tejerlos un arte en la continua esfera,/mientras se alza retadora la mañana”. Al fin regresa la esperanza.
* Manuel Quiroga Clérigo es sociólogo y poeta. Secretario General de ACE
Las estampas del tiempo. Francisco Cejudo. Ánfora Nova. Rute, 2018