© Luisa Fernanda Garrido, traductora y directora del Instituto Cervantes de Toulouse
Pienso en Joaquín y nos veo a los dos hace muchos, muchos años, en el siglo pasado, en la presentación de un libro en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Allí estábamos, los raros, los que nos dedicábamos a cosas raras, porque si ya traducir se planteaba como una tarea ardua por lo difícil que es vivir de la traducción literaria, traducir de lenguas «raras», y las comillas son importantes, en aquel entonces, era la repera. «Sois muy exóticos», nos dijo alguien. Tal vez, lo fuimos, desde luego pioneros sí fuimos.
Joaquín, pionero de la traducción de la literatura rumana al castellano, directamente, sin pasar por terceras lenguas. Traductor de ese Cioran que tanto había atraído a jóvenes de otras décadas, por no hablar de Eliade, Petrescu, Sebastian y tantos otros.
Joaquín introductor incansable del tesoro literario rumano, siempre buceando entre libros, siempre alerta, ansioso por compartir sus descubrimientos con los lectores en castellano. Porque esa es una de las mejores cosas de la traducción: el hecho de compartir, compartir con otros lo que has descubierto y no quedártelo.
Y Joaquín lo compartía con verdadera pasión. Lo recuerdo hablando de sus investigaciones en librerías rumanas con un entusiasmo y fuerza contagiosos.
Joaquín, defensor de los derechos del traductor, conocedor de las leyes, que no duda en aconsejar a los jóvenes traductores sobre el camino a seguir.
Joaquín, tan generoso a la hora de compartir sus conocimientos, sus experiencias, y modesto a la hora de plantear sus logros. Su trabajo riguroso y exhaustivo para encontrar el lenguaje y el tono adecuados en la novela Rojo y negro, de Ioan Morar, entre otras, me lleva a recordar un viaje lejano que hicimos con él, cuando era director del Instituto Cervantes de Bucarest.
Joaquín integrado en el medio, en el paisaje rumano, el mejor puente para unir España y Rumania. Esa Rumania que supo reconocer sus méritos y le otorgó la Orden del Mérito Cultural de la Presidencia Rumana, el doctorado honoris causa por la Universidad Vasile Goldis, el premio de la Unión de Escritores de Rumania; o la Medalla Conmemorativa «Mircea Eliade», entre otros. Joaquín, todos los años pienso en ti cuando se acerca la votación del premio de traducción Esther Benítez, y te propongo. Y todos los años también me digo: «Ojalá que este año Joaquín gane el premio Nacional a la obra de un traductor o a la mejor traducción». Y todos los años me quedo con la miel en los labios, pero nunca pierdo la esperanza. Ni siquiera ahora, porque empecé a pensar en ti en este escrito, antes de que te fueras, y ni quiero ni puedo perder la esperanza de que tu trabajo, tus traducciones, alcancen un día el premio. Aunque sé que al menos en el corazón de los que te quieren y valoran, tienes el gran premio. El premio de haber sido honrado contigo mismo y tu trabajo toda la vida, de haber sido fiel a la traducción, a los traductores, a tu pasión infatigable por seguir descubriéndonos joyas y seguir traduciendo.