Carlos Fortea, escritor, traductor y vocal de relaciones institucionales de ACE, escribe sobre los acontecimientos que, a propósito del impago de derechos de traducción, hemos vivido en las últimas semanas.
© CARLOS FORTEA
LA semana pasada, inesperadamente pródiga en acontecimientos en nuestro sector, las redes sociales se inflamaban en demanda de justicia cuando la traductora Ana Flecha se veía insultada en público por un editor de negra reputación. “No seas ridícula”, le increpaba el presidente del grupo Malpaso por reclamar, colmo de la osadía, el pago de facturas largamente pendientes.
Antes de que el debate degenerase por la pendiente de los peores modos -siempre por parte del editor, ante la férrea elegancia de la traductora-, en las redes se había producido ya el reconocimiento de la deuda pendiente, lo que hace preguntarse sobre qué fundamento, que no sea la conciencia de la impunidad, se asentaban los improperios del aludido. Reconocer no tener razón como paso previo a protestar es realmente una línea argumental insólita.
Días después, y en la misma red, se producía una nueva denuncia, esta vez de plagio, por parte de otra traductora, Itziar Hernández Rodilla. En esta ocasión la denunciada era la editorial La Huerta Grande, y puesto que se trata de una cuestión sub iudice será necesario esperar, con la prudencia de Don Quijote (“Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas señas, que no puedo dejar de decir que debes de decir verdad”, Don Quijote, segunda parte, capítulo XXXI), a que se resuelva de manera fehaciente, no sin antes indicar que, según la experiencia, cuando un traductor llega a los tribunales es porque ya ha agotado todos los recursos amigables a su alcance. Es una decisión difícil que, cuando se toma, dota de credibilidad, y eso ocurre en los casos que nos ocupan.
Abusos. Abusos de distinta condición, que se suman a otros que se están volviendo casi tan naturales como respirar: ¿cuántos autores escriben artículos, hacen reseñas o dan conferencias a cambio de nada, como si tuvieran que estar agradecidos por poder dar voz a su trabajo? ¿Cuántos perciben infratarifas por traducir o minianticipos por publicar obra propia, para una industria que blasona de ser una de las más importantes del mundo en su sector?
Algo tiene que cambiar, no solo para que fortunas reconocidas se refugien en una presunta insolvencia o falta de liquidez para no pagar deudas también reconocidas, sino, sobre todo, y apelo a los ámbitos legislativos y gubernamentales, para que se termine el ambiente de impunidad que induce al abuso. Si nos acostumbramos a que estas cosas pasen (por cierto: ¿se ha resuelto acaso la deuda pendiente después del escándalo de la semana pasada?), no haremos más que abonar el terreno para que pasen más.
Y esto no es solo cosa de los creadores. Interesa a todos. No me resisto a citar una frase que le oí hace poco a José Luis Gómez, sobre las tablas del teatro de La Abadía. Se refería al texto que estaba interpretando, y dijo al público: “estas palabras que me incumben a mí, y que también les incumben a ustedes”.
Creo que no se puede decir mejor.