El autor, crítico con los silencios que a veces ocultan a grandes escritores, realiza un sentido e intenso homenaje a Juan Eduardo Zúñiga, fallecido en Madrid en el día de ayer con 101 años. Descanse en paz.
© JUAN ÁNGEL JURISTO
Los obituarios literarios, y los que no lo son, entre nosotros adquieren aires terribles porque, sabiéndolos producto de un ancestral culto que habita en sus oropeles adscritos a la pompa del Barroco, los queremos desmesurados aunque nos conste que esa desmesura es el adecuado pórtico al ámbito del Limbo, cuando no del olvido, que para los griegos era el Infierno. Con ello en realidad pretendemos exorcizar pasadas culpas, reales o imaginarias, como si el muerto tuviera que darnos su absolución. Y tengo comprobado en la larga nómina de obituarios que me ha tocador realizar, en la tradición periodística inglesa los que se dedican a los obituarios son pagados poco y tienen la consideración del verdugo en la Edad Media, que éstos son por lo general textos cargados de un estilo que parece van a inaugurar una estatua de finado aunque, en honor a la verdad, los obituarios periodísticos se han profesionalizado bastante y ahora , por lo menos, se repasa por lo menos la obra del difunto, lo que no es poco logro respecto a los que se llevaban años atrás, mero derroche de dechado de virtudes…
Digo todo esto, algo similar me ocurrió con la muerte de Rafael Chirbes, porque leyendo las páginas y páginas dedicadas a raíz de la muerte de Juan Eduardo Zúñiga vuelvo a constatar que cuanto más tiempo un autor ha sido preterido a lo largo de su vida, y la de Zúñiga ha sido larga, más se incide en la importancia que ha tenido, en este caso en la literatura, dando la impresión de que siempre fue así en la valoración del mismo cuando lo cierto es que lo que se hace es resaltar a cotas altas la ralativa fama que tenía cuando murió. Continuar leyendo en República de las Letras.