La isla del padre» de Fernando Marías
Es un lugar común decir que todo escritor escribe, en realidad, sobre sí mismo, abierta o disimuladamente, quizá porque es un narcisista irredento y no puede evitar colarse en las historias que pergeña. Desde hace años lo metaliterario, o la autoficción, la novelización de las propias experiencias vitales del escritor, se está haciendo con un hueco muy importante en el bazar literario: Paul Auster, J.M. Coetze o nuestro Enrique Vila-Matas son ejemplos muy recientes de ello. En «La isla del padre», Fernando Marías se suma a esta corriente, se desnuda ante el lector y bucea en un libro de confesiones y reflexiones, a tumba abierta, en el que deja de lado todo pudor.
«La isla del padre» es una novela que funciona como exorcismo. Sin duda. Es un duelo literario sobre la ausencia del padre, la muerte de ese ser querido, y desconocido por circunstancias vitales, sobre el que Fernando Marías edifica su libro, pero, por esa misma razón, acaba siendo, sobre todo, una novela sobre sí mismo.
La novela se centra, y vuelve una y otra vez, sobre el miedo, el miedo mutuo que sentían esas dos personas, padre e hijo, el uno hacia el otro, por tratarse de casi unos desconocidos, y del desafecto infantil hacia él de ese niño que no conoce al padre, el gran ausente de la casa por su oficio de marino que lo mantiene la mayor parte del año fuera y lejos. El miedo que les impedía decirse el uno al otro lo mucho que se querían. Así es que la novela, también, es una larga sesión psicoanalítica que nos depara Fernando Marías tumbado en un diván, y esa ha sido, seguramente, la razón de su escritura. Este es, también, un libro terapéutico.
Asoman a las páginas de esta confesión en negro sobre blanco la faceta cinéfila de Fernando Marías, imprescindible para entender al personaje autor; su fijación por el western. Apela a los códigos del western, su género cinematográfico fetiche, en el que se afianza el maniqueísmo buenos/malos, a «Solo ante el peligro», por ejemplo. Asoma en muchos momentos de «La isla del padre», título stevensionano, ese Fernando Marías que adora «Grupo salvaje» de Sam Peckinpah, la película que más veces ha visto y de la que es capaz de reproducir sus diálogos de forma literal, o la peripecia vital y sentimental del «Yang-Tsé en llamas», su película de amor preferida, porque la mitología cinematográfica, gestada en las salas oscuras de programación doble de su Bilbao natal, conformó la personalidad soñadora del autor y a ella le debe su afición por contar historias.
Entroncando con la indisimulada cinefilia, el autor de «El Niño de los coroneles» rinde homenaje en «La isla del padre» a su progenitor, ese héroe solitario cuyo físico potente recuerda al de Sean Connery, a quien un Fernando Marías niño equipara con los personajes de ficción que le fascinan en las películas. Sobre ese padre desconocido elabora una mitología que entronca con su devoción por el cine de aventuras, y así el padre ausente se convierte en héroe de sus fabulaciones.
La novela es un viaje apasionante por la memoria del autor y una travesía a través de sus emociones, como cuando Ulises/Marías dejó atrás Bilbao y su casa paterna para ir a la capital con la ilusión de ser escritor y lo consiguió. El viaje, en la memoria del autor, en el libro, está siempre presente.
Viaja el autor a través de los apuntes del cuaderno de bitácora de su padre, sigue en un mapa cada uno de los puertos de arribo e imagina hazañas, peleas, peligros, retrotrayéndose a la infancia, elaborando una película de aventis, como diría Juan Marsé, como el misterioso episodio argentino de su padre, ese punto oscuro de su personalidad que le fascina.
A lo largo de las 278 páginas del libro, Fernando Marías se pregunta constantemente qué es la isla del padre que está escribiendo en un diálogo abierto consigo mismo. En el viaje que es toda novela, habla del proceso de la creación. Afloran las sentencias intercaladas en la narración de los hechos, en ese viaje continuo al pasado y al presente. Es «La isla del padre» un libro que se lee con lentitud, en el que el lector se detiene para apreciar la precisión de sus frases redondas y sigue.
Antes de terminar la novela, Fernando Marías rompe la convención cronológica y en la página 236, 42 antes de llegar al final, escribe su pre-epílogo: «La última palabra de este libro ha de ser escrita dentro de la casa. Escribir la palabra que dé fin, la letra que sea la última antes del punto final, ha de ser el último acto de nuestra familia en este lugar. Escribiré la palabra, apagaré el ordenador, cerraré el secreter, sacaré el mínimo equipaje dispuesto junto a la puerta, introduciré la llave, cerraré…»
«La isla del padre» es el mejor regalo póstumo que un padre pueda recibir de su hijo. Un canto de amor filial para paliar una ausencia. Un ejemplo de hasta dónde puede llegar la buena metaliteratura. Conmovedor, extraordinario y universal.
JOSÉ LUIS MUÑOZ