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La paradoja de Woolf | Las escritoras y el Día Internacional de la Mujer

por ACESCRITORES
En el Día Internacional de la Mujer, Acescritores.com publica este artículo en el que Amelia Pérez de Villar, escritora y traductora, vocal de Relaciones con los Medios de ACE, reflexiona sobre las contradicciones en que viven las escritoras en un mundo hecho a la medida de los hombres. En el tiempo de Virginia Woolf y en pleno siglo XXI.

© AMELIA PÉREZ DE VILLAR

Hablaba hace unos días la escritora Ángeles Caso de un libro que relanza con motivo del 8 de marzo bajo un elocuente título, Ellas mismas, que incluye las semblanzas de varias pintoras y en el que analiza desde el punto de vista pictórico la vida de estas mujeres creadoras, como tantas, silenciadas por la historia y por la historiografía. Caso, licenciada en Historia del Arte, afirma que las mujeres se autorretratan más que los hombres: «Es como si necesitaran decir: “Esto lo hice yo”. El autorretrato es un género muy femenino, tanto en pintura como en fotografía.» Analiza el gesto de sus protagonistas y busca esos códigos ocultos de quien no tiene un púlpito desde el que dejar clara su presencia y su voz. Las reflexiones de la escritora me llevaron a pensar en otra obra a la que he recurrido mucho en los últimos años: Maternidad y creación: lecturas esenciales (Alba Editorial, Trad. Elena Vilallonga), en la que la fotógrafa canadiense Moyra Davey explora la vida y obra de autoras referenciales en la literatura (sin etiquetas, pero también en la literatura escrita por mujeres y en la literatura de contenido netamente feminista) como Doris Lessing, Margaret Atwood, Ursula K. Le Guin, Sylvia Plath, Elizabeth Smart o Tony Morrison. Y por más que leo o medito sobre el tema llego siempre a la misma, desgraciada, conclusión: como ya dijo antes otra escritora, también feminista, «para poder escribir una mujer necesita dinero y una habitación propia». Virginia Woolf habla de una habitación (con cierre en la puerta) y de una renta (500 libras, unos 30.000 euros de la actualidad), por lo que esta máxima, que desde las conferencias que pronunció la autora en Newnham College y Girton College el 20 y el 26 de octubre de 1928, respectivamente, se ha convertido en metáfora de la creación femenina y rasero por el que se mide la capacidad productiva de la mujer en términos de literatura —extrapolable a otras artes— ha llegado a encerrar una perversa paradoja: las mujeres han seguido creando sin habitaciones propias (físicas) y sin dinero (suyo o no), a veces sin trabajo, con muy poco tiempo, aprovechando los ratos que les dejaba el cuidado del hogar y la familia y en ocasiones, como dijo Alice Walker de la esclava negra Phillis Wheatley, «sin ser dueña ni siquiera de su propia persona». Moyra Davey reflexiona sobre todo esto en Maternidad y creación, resultado de las sensaciones que experimentó cuando, tras ser madre, hubo de aparcar cámaras y trípodes para cuidar de su hija, sintiendo esa inevitable culpabilidad que nos ataca cuando ambas maternidades, la artística y la física, se interfieren mutuamente.

Las nuevas formas de esclavitud como los contratos precarios y temporales y los trabajos por cuenta propia reducen aún más ese hipotético tiempo para la creación, ese espacio propio que es, a fin de cuentas, lo que reclamaba Virginia Woolf. Y todas estas circunstancias afectan especialmente a las mujeres, del mismo modo que el cuidado de los hijos y los dependientes de la familia sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas.

Ángeles Caso, periodista y escritora. Autora de «Ellas mismas»

Casi un siglo después aquella frase de Virginia Woolf, sigue siendo cierta, como también lo es el estudio de Davey, mucho más moderno y en el que ya se contemplan gran parte de los problemas que nos afectan en la actualidad: en época de Woolf las mujeres estaban obligadas a salir de casa, incluso a formar parte de grupos organizados de acción cultural, tertulias o hermandades, era vital tener una habitación en casa que reuniera las condiciones de un compartimento estanco frente a las amenazas domésticas: el servicio, los niños, la intendencia. En una época en que las grandes casas contaban con despensa y cuarto de costura y plancha, un ala para los criados y, en muchas ocasiones, otra para los niños, no parece complicado robar unos metros cuadrados para instalar un escritorio y una pequeña biblioteca de cabecera. En cuanto al dinero, Woolf habla de «renta» y no de sueldo. Pocas mujeres tenían sueldo en su época, y las que lo tenían no disponían de mucho tiempo —ni espacio, ya fuese físico o metafórico— para crear. De modo que si aplicamos la receta Woolf al pie de la letra sólo las mujeres ricas, por familia o por matrimonio, estaban —están— en situación de producir literatura potable y digna de pasar a la historia. En época de Davey, la primera década de este nuevo milenio, la problemática es a un tiempo otra y la misma: la fotógrafa sintió el impulso de investigar, leer y escribir sobre las mujeres y la creación como vía para escapar a la sensación de aislamiento que le provocaba su reciente maternidad: el encierro en casa, los cuidados inevitables… La realidad frente a la que se encuentra tras la maternidad una mujer de su tiempo, independiente, con un trabajo propio que le pone en contacto con la realidad y le devuelve empuje, satisfacciones, y dinero. Ignoro cómo hizo frente, en lo material, a ese año aproximadamente que dedicó a preparar el ensayo. Pero hubo de ser de alguna de estas tres formas: o un estado del bienestar que le ofrecía una baja remunerada por maternidad, una pareja que se encargaba de la manutención o un colchón financiero que le daba la tranquilidad de apartarse temporalmente de la vida profesional. En otras palabras: Virginia exageró, o se quedó corta. O, simplemente, elaboró una metáfora aplicable sólo a la sociedad inglesa acomodada de 1928. Antes y después de ella se han dedicado a crear hombres y mujeres que, o bien tenían resuelto el gris asunto de la subsistencia, o podían simultanearlo con la escritura, la pintura o la música. Antes y después las coyunturas económicas han puesto a las mujeres en el escenario o las han arrumbado en el rincón de las tramoyas polvorientas. Cuando las mujeres han accedido al mercado laboral, históricamente, ha sido porque faltaban hombres, en situaciones de guerra o posguerra. Y cuando han salido de él ha sido porque sobraban hombres o, dicho de otro modo, porque faltaba trabajo: en situaciones de crisis económica, como la que hemos pasado recientemente. También, paradójicamente, muchas mujeres que son abocadas al paro, al despido o al cuidado de los dependientes del hogar (ancianos, enfermos y niños) dedican parte de su tiempo y su energía a escribir, quizá como vía para verter una capacidad actora y creadora que no encuentra proyección por otros medios. En una época en que hombres y mujeres, en un porcentaje muy alto, necesitan vivir de otra cosa para poder asegurar la subsistencia y poder crear con cierta tranquilidad, las nuevas formas de esclavitud como los contratos precarios y temporales y los trabajos por cuenta propia reducen aún más ese hipotético tiempo para la creación, ese espacio propio que es, a fin de cuentas, lo que reclamaba Virginia Woolf. Y todas estas circunstancias afectan especialmente a las mujeres, del mismo modo que el cuidado de los hijos y los dependientes de la familia sigue recayendo mayoritariamente sobre ellas. En la maternidad, tómese esta palabra en el sentido más amplio posible, es donde reside hoy la brecha. Y paradójicamente también esas mujeres siguen creando: en una habitación sin llave, en un rincón de la cocina, en el sofá con los cascos puestos para no oír la televisión o en un portátil en el metro. Porque necesitan decir, como las pintoras de Ángeles Caso, «Esto lo hice yo». Lo cierto es que con dinero o sin él, con trabajo o sin él, con hijos o sin ellos, con habitación y cerradura o sin ella, las mujeres no han parado de crear, y eso se comprueba fácilmente si se echa un vistazo a la historia. Y ahí está Charlotte Perkins, que escribió esa maravilla titulada El papel amarillo cuando su marido la encerró, literalmente, porque pensaba que se había vuelto loca: tenía depresión posparto.

Con todo, las mujeres siguen siendo las que más trabas tienen a la hora de hacer cualquier cosa que trascienda su supuesta labor natural: incluso escribir, incluso ahora. En nuestra asociación menos del cuarenta y cinco por ciento de los miembros son mujeres, y aún así la cifra arroja un buen porcentaje relativo. Aunque quizá no todo sea cuestión de cifras sino, como decíamos antes, de circunstancias, de coyunturas. Y también de paradojas: cuando no dejan de sonar voces pidiendo que se publique a más mujeres escritoras, las mujeres de más de cuarenta y cinco años corren ahora el peligro de ser silenciadas. En una edad en la que se tiene madurez y oficio adquirido, un bagaje personal y profesional y un equilibrio, si no un control, de todos esos factores que nos complican la vida, el sector editorial se apunta al carro de Hollywood y quiere autoras de menos de treinta años con presencia en redes sociales. Así la carrera de la promoción es más fácil y rápida, supongo. Autoras de selfis con boca de pato y ni una cana. Otra vez, ay, la paradoja. No vale pararse, ni resignarse, ni conformarse. Tenemos que seguir diciendo «Esto lo hice yo» en cualquier situación, entorno o circunstancia. Ante cualquier obstáculo.

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