© Francisco Morales Lomas
Zarpazos. Con demasiada frecuencia en los últimos años han dejado nuestro abrazo grandes amigas y amigos. Escritores con los que convivíamos en la literatura pero, sobre todo, en el amor a la palabra, a su encuentro. Manuel Urbano, Domingo F. Faílde, Juan Manuel González, José María Bernáldez, Rafael de Cózar, Pilar Quirosa-Cheyrouze, Carlos Benítez Villodres… y ahora, hace apenas unas horas, Ricardo Bellveser, que me ha hecho recordar a mi madre en aquel verano aciago de 2015. Con una misma muerte, una muerte que no espera, que busca el cuerpo a cuerpo y ya nada es.
No son nombres para el olvido, sino para el encuentro permanente. Para rememorar instantes, abrazos y sensaciones que hacen que la literatura y la vida tengan más sentido. Son personas para leer con trabazón, para seguir escuchándolas. Ricardo Bellveser era una persona que escuchaba, como las personas inteligentes; pero también su locuacidad era contagiosa, como un río de conciencia que se abre y toma cauces. Su cultura, su inteligencia y su apertura al mundo le permitía siempre hallar puntos de encuentro, sinergias y alcanzar lo solidario en medio del desconcierto. Valoraba la amistad como la fuerza más extraordinaria del ser humano y su fidelidad era para escalar cumbres elevadas. No hablo todavía del Ricardo escritor sino del Ricardo que caminando a su lado por las calles de Valencia me hablaba con alegría del sentido de la existencia, y paseábamos para llegar al Mercat Central o al Ateneo, mientras hablaba y sonreía con aquella sonrisa que ascendía por los ojos y se hacía contagiosa y dulce.
La primera vez que lo conocí por las calles de Málaga, hace ya treinta años, me dije: “Tiene duende. Este hombre es unas castañuelas”. Contagiaba pasión por el mundo, por las ideas… Se dejaba llevar como el que asciende una montaña y sus lucubraciones siempre eran obsequiosas y lúcidas. Sabía que acabaría siendo uno de los hombres más reveladores que he conocido. De él he aprendido esa apertura al mundo y al concierto con el todo. Gran viajero, su mundo era el planeta. Al que, de vez en cuando le daba alguna vuelta siempre presto a descubrir las maravillas que encierra.
Su labor estuvo centrada en el periodismo, como corresponsal de Europa Press y de France Press, redactor-jefe del diario «Las Provincias» y director de distintas revistas; el ensayo y la crítica literaria, con obras como Un siglo de poesía en Valencia, La ilusión. Homenaje a Gil-Albert, Vita Nuova, En el abismo del milenio, Hecho de encargo…, o las ediciones críticas de Max Aub, Joaquín Miquel Romà, Vicente Gaos, Xavier Casp… ; la enseñanza, como profesor titular de la asignatura de Crítica Literaria, en la Facultad de Ciencias Sociales, Jurídicas y de la Comunicación de la Universidad Herrera-Ceu de Valencia; y la gestión, como director-gerente de la Institución «Alfons el Magnànim» de la Diputación de Valencia, desde 1995 hasta 2005, siendo también Conseller electo por las Cortes Valencianas de la Comisión de Promoción Cultural en el Consejo Valenciano de Cultura.
Son personas para leer con trabazón, para seguir escuchándolas. Ricardo Bellveser era una persona que escuchaba, como las personas inteligentes; pero también su locuacidad era contagiosa, como un río de conciencia que se abre y toma cauces.
Pero había en él también una acalorada pasión por la música. Cada año, me decía, se hallaba, como un melómano embelesado, en el concierto inaugural de la Scala de Milán. Y de ahí su libreto de la ópera contemporánea, L’home de cotó en-pèl, con música de Francisco Traver y Carles Picó, obra estrenada en el Teatro Principal de Valencia el 10 de junio de 1974; pero también fue autor del poema Sinfónico Castell de l’Olla, con música de Bernardo Adam Ferrero, y del poema Plata, con música de Haendel y de Andrés Valero, ambos editados en CD, en Altea.
Una obra literaria amplia y de gran riqueza en el ámbito de la poesía desde que publicara en los 70 Cuerpo a cuerpo y otras obras como El agua del abedul, Las cenizas del nido, Fragilidad de las heridas, Primavera de la noche, El sueño del funambulista, Estanterías vacías… con premios literarios como Gil de Biedma, Vicente Gaos, Castilla y León, Eduardo Dato, Federación Española de Municipios y Provincias, el Premio de la Crítica Literaria valenciana al conjunto de su obra…, el Premio Nacional de Fomento de la Lectura. En El agua del abedul creaba un símbolo, el abedul, pero también la metáfora de un viaje por tierras de Rusia, un libro de encuentros y acercamientos en el que la magnitud del tiempo posee una especial trascendencia tanto como las alusiones a su mar Mediterráneo. Se producía además la síntesis entre lo simbólico- trascendente, lo emotivo y la magnitud de la historia personal que, al final, deviene un encuentro social. Es decir hay una metamorfosis desde lo privado a lo público.
En Primavera de la noche existe un vuelo de celebración que se encarama al tiempo y sus pesos, sus memorias y sus grandes verdades, donde el poeta se declara y consiente en defender la existencia con una arquitectura interiorizada sobre lo que ha sido el tiempo vivido pero también lo que resta, y habiendo sido consciente de un bagaje aprehendido.
En Estanterías vacías ya anunciaba su muerte y, como uno de los imprescindibles escritores contemporáneos, patentaba su creación en este binomio “Vivir y leer, una misma cosa, leer es vivir”, y añadía: “La razón de mi existencia;/ sin ellos, ¿qué hago en este mundo?,/ más allá de observar la vista y esperar la muerte/ que me aguarda disfrazada con una piedad/ impropia de su tarea y condición”. Ricardo se despedía de “8.000 teselas” por amor a la palabra, esa palabra que tiembla y se oscurece en la nada. Un poemario cargado de franqueza, de reconocimientos hacia la palabra como justificación de nuestra existencia, como bálsamo que nos permite subsanar este universo en la tierra. Una inferencia que nace de una comunicación médica sobre su estado de salud lo adentraba por la axiología de la eternidad, del ser y de su equipaje terrenal. Una eternidad en la conciencia, una eternidad que justifica toda una forma de ser.
En El sueño de la funambulista escogía aquellos poemas de toda su producción que más habían demandado los lectores en su recitales y con los que él personalmente más se identificaba. A pesar de la autonomía propia de cada libro, existía en esta antología un eje transversal axiológico: el sentido de la existencia: nuestra esencia solo reconocible en nuestra existencia, en el estar ahí (Dasein) de Martin Heidegger, y en la dimensión que alcanza el título nerudiano: Confieso que he vivido. En la poesía de Bellveser nos movíamos en esos parámetros que al fin y al cabo son el mismo: la razón de nuestro ser-existir en la tierra.
En su faceta narrativa publicó entre otros El exilio secreto de Dionisio Llopis, Paradoja del éxito o Lo siento pero no existe el paraíso … Sobre esta última decíamos que con esta obra, de plena actualidad, en cuyo título va impresa ya la incontestable opinión del narrador sobre el espacio en el que transitarán los personajes, es muy consciente de que no existe el paraíso.
Si por algo quedará en los anales esta época que nos ha tocado vivir es por la presencia mortífera de la crisis económica que está consolidándose también como una crisis ética y moral en la que acaso el sálvese quien pueda ruge con una fuerza inusitada, como se desprende de la lectura de esta conmovedora y emotiva novela de Bellveser. A través de unos capítulos breves el escritor valenciano aborda uno de los temas más trascendentes de la situación actual pero frente a otros libros sobre esta temática, Ricardo ha tenido el acierto de unir a inmigrantes y un nacional en un claro intento de mostrar que la crisis también afecta con un rigor similar a los que viven en España sin empleo, hasta el punto de que (se da la ironía) el desahuciado y desempleado español decide hacerse pasar por inmigrante porque cree que así sus derechos van a ser más protegidos: “Haré como Petru y te mandaré dinero todas las semanas, y cuando pueda te llamaré y te vendrás. No aguanto más. Adiós”. No deja de ser una parodia que revela, no ya el sarcasmo de las situaciones creadas que superan la realidad, sino la terrible crueldad de la crisis que destroza vidas ajenas y vidas más cercanas que se sostienen solo en la necesidad exclusiva por sobrevivir, en una línea similar que podían hacer nuestros compatriotas decimonónicos.
Queremos tener a Ricardo siempre presente como un intelectual abierto al mundo, culto, enamorado de la vida, ajeno al ruido de sus desavenencias y siempre presto a mirar de cerca la realidad, a vivirla desde dentro como una pasión que, ahora, el azar que, cada uno llevamos, se ha encargado de descifrar. Una vida truncada en el mejor momento de creación, cuando quizá todo parecía más fácil. Hasta pronto querido amigo, adiós.